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The man with no star

  • Oscar Rodrigeuz Gorriz
  • 10 jun
  • 32 Min. de lectura

Actualizado: 25 jun


 


Alrededor del año 2000, Blockbuster lanzó una campaña burlándose de Netflix con la frase: “Netflix has an algorithm. We have a callgorithm”, en referencia a sus diferentes formas de recomendar películas a sus usuarios. Si se hubiera tratado de mí, yo habría tenido que decir algo así: “Netflix has an algorithm. Blockbuster has a callgorithm. But I have The Criterion Collection”. Porque nadie me ha recomendado tantas nuevas películas ni me ha presentado tantos directores como lo ha hecho Criterion.

 

Hago un paréntesis para mencionar que la programación del New Beverly Cinema —que durante un buen tiempo el propio Tarantino se encargó de curar— también me introdujo a varias joyas cinematográficas. Y, como defensor del formato físico, no puedo dejar de reconocer la labor de otros sellos como Arrow Video, Film Movement, Eureka, Imprint y Second Sight, entre otros, que han estado haciendo una labor extraordinaria, restaurando obras antes inaccesibles, muchas veces a la par o incluso superior a la de Criterion.

 

Pero volviendo al tema, fue gracias a Criterion que descubrí el mundo de Johnnie To. Mi primer acercamiento, desafortunadamente, fue a través del Blu-ray doble con The Heroic Trio y su secuela, Executioners. Lo compré sin saber bien de qué se trataba, pero me llamó la atención al ver que dos de sus protagonistas eran Michelle Yeoh y Maggie Cheung… y por esa portada ilustrada por Alice X. Zhang, de quien ya tenía varios pósters de su serie de “Momentos” colgados en mi sala. Pensé que sería una película de aventura y acción, over the top, al estilo de Dynamite Fighters (también conocida como Magnificent Warriors), que recién había visto tras su estreno Blu-ray para América, lanzado por 88 Films.

 

Lo que encontré fue una mezcla de cine de superhéroes con fantasía, acción… y, por supuesto, un eunuco malvado. Me pareció entretenida, pero no especialmente destacable; salvo una violencia peculiar que no estaba acostumbrado a ver en películas de semejante ligereza. En una escena, Anita Mui intenta atrapar a un bebé que cae desde lo alto: no lo logra, el niño se golpea la cabeza contra un clavo y muere. En otra escena, Cheung observa a un grupo de niños secuestrados por el eunuco, y tras declarar que ya no tienen salvación, les lanza una granada de humo para dar paso a un montaje de sus rostros y sus taparrabos mientras tiemblan y se orinan. Lo que no sabía en ese entonces —y que más adelante descubriría en películas como Election— es que la violencia más impactante en el cine de To no proviene de las pistolas, sino de algo mucho más perturbador: la exposición de la visceral alma de sus personajes. Es ese tipo de violencia la que provoca retortijones en el estómago del espectador y, en ese mismo gesto, actúa también como una metacrítica a la violencia misma.

 

To ha mencionado que su intención era hacer una película inusual de wuxia, distinta, con un tono posmoderno, muy al estilo de cómic. Y aunque soy consciente de que muchos la consideran cine de culto, para mí esos ingredientes nunca terminaron de cuajar. Proseguí con la secuela, Executioners, donde Ching Siu-tung aparece acreditado como codirector —aunque también trabajó en la primera entrega—, que me pareció aún menos lograda; incluso llegaba a olvidar las personalidades y características de los personajes establecidas en la obra anterior. En su ensayo “To the Power of Three” para Criterion, Beatrice Loayza analiza al trío de protagonistas y lo compara con la tendencia de Hollywood de capitalizar a través de heroínas, mencionando específicamente a Sigourney Weaver en Alien y a Linda Hamilton en The Terminator. La manera en que Loayza lo enmarca da la impresión de que reconoce una sensibilidad progresiva en la mirada de To; incluso destaca lo peculiar y distinto que resulta la representación de este trío frente a las heroínas norteamericanas. Sin embargo, resulta curioso que se interprete así, considerando que el propio To admitió —sin rodeos— que eligió a tres mujeres como protagonistas simplemente porque eran más baratas y porque los hombres ya estaban bajo contrato con otros estudios. Por mi parte, aún no estaba del todo seguro de por qué Criterion había incluido esta duología en su colección, así que por curiosidad investigué quién era el director. Nunca había oído hablar de Johnnie To. Y para mi sorpresa, me topé con que ya tenía otra película suya en mi colección, aún sin ver: Throw Down, también editada por Criterion, y que había comprado en su más reciente oferta relámpago.

 

Me dispuse a verla… y vaya sorpresa. Throw Down no tenía nada que ver con las otras dos. La trillada frase “lo importante no es el destino, sino el viaje” encuentra aquí una de sus expresiones más atinadas. No es una película pensada para el espectador que busca tramas bien definidas, que avanzan de punto a punto, con grandes giros o relatos anclados en hechos históricos. Throw Down se rige por otra lógica. Es un cine que avanza sin prisa, pero lejos del tedio o la pose contemplativa vacía. Siempre hay algo latiendo debajo, revelando a sus personajes escena tras escena —a veces en secuencias que parecen inconexas—, y es ese pulso el que termina dibujando sus muecas, contradicciones, vacíos y pequeñas derrotas. Es una película para ser sentida más que entendida, dirigida a quienes saben leer entre líneas y encuentran sentido en lo no dicho. Podría decirse que, en el fondo, es como la vida misma: no hay una gran meta ni una estructura perfecta, solo una serie de fragmentos que, al tejerse entre aquellas luces tenues y calles de Kowloon, construyen algo que se parece a un destino. Más que una historia, Throw Down impone una atmósfera. Un mood singular.

 

Hacia la mitad de la película, una secuencia articula esas cualidades particulares de To. Louis Koo y Cherrie In, dos de los tres protagonistas, se encuentran en una casa de apuestas, y por un instante parece que la suerte por fin les favorece. Pero con cada mano ganada, la tensión se acumula: nosotros, la audiencia, sabemos que esa racha no puede durar. Sabemos que ellos no pertenecen a la clase ganadora. Están destinados a perder, a ser aplastados sin importar el camino que tomen. Cada vez que Koo gana, le gritamos en silencio que se retire, que no lo apueste todo otra vez. Pero sigue, y sigue… hasta que sucede lo inevitable. In, rehusándose a aceptar la derrota, toma la pila de billetes de la mesa y huye, seguida por Koo. Tres gangsters los persiguen. Entonces ocurre el momento más enigmático de la película: corren aquella calle vacía y oscura, en cámara lenta, mientras los billetes vuelan por el aire, escapándose poco a poco de las manos de In. La música se eleva en crescendo. Primer plano a Koo: sonríe. Por fin conecta con ella. Pero To, —como si afinara un reloj— no deja que la tensión se le pierda por entre los dedos: la amenaza aún respira detrás. Ambos doblan en la esquina y nosotros exhalamos: parece que ya están a salvo. Los matones se han quedado atrás, juntando el dinero del suelo. Pero de pronto, In se detiene. Aún no puede aceptar ese destino. No. Regresa a la calle. Y empieza a recoger billetes también. Es aquí cuando To eleva la escena hasta los dominios del western y la transforma en un duelo de Sergio Leone. No por los sombreros, ni los caballos, ni las pistolas, sino por esa confrontación sin diálogo que estira el tiempo como si este estuviera a punto de romperse. Los tres hombres levantan el dinero mientras avanzan con pasos pequeños hacia ella. In, desde el otro extremo, hace lo mismo. No hay armas a cuadro, pero el nerviosismo es asfixiante. Todo remite a ese tan famoso duelo, brillantemente editado, en The Good, the Bad, and the Ugly. La música continúa. Se cruzan miradas. Primeros planos a los billetes en el suelo, mecidos por el viento, como si fueran el polvo del desierto. Y esta vez queremos gritarle que se salve, que deje los billetes y se largue de ahí.

 

Finalmente, los gangsters deciden pausar la recolección y lanzarse sobre ella. Pero justo antes de alcanzarla, Koo reaparece y los aleja. Lo golpean entre los tres. Él aguanta, sabiendo que así le dará tiempo a ella para escapar. Ella corre. Ya tiene suficientes billetes en las manos para largarse de la ciudad y perseguir su sueño. Pero, como antes lo hizo él, se detiene. Como en las mejores películas de To, los personajes se revelan por los códigos morales que los rigen. Esto podría ser la trama de un asalto fallido en un western, donde dos forajidos sin vínculos profundos se dispersan y cada quien ve por su pellejo. Sin embargo, ese no es el verdadero carácter —esa identidad camuflada entre capas de coraza— de este personaje. In regresa. Encuentra a Koo malherido, cojeando, sin un zapato. Lo deja seguir solo, mientras ella vuelve a la calle donde los sicarios aún recogen dinero. Los tres se detienen, la miran con extrañeza y, lentamente, comienzan a ponerse de pie. ¿Qué hace ahí? ¿A qué volvió?, nos preguntamos junto con ellos. Entonces lo entendemos: no vuelve a pelear ni a recuperar más billetes. Ha regresado por el zapato. No está dispuesta a dejarlo. Como si ese objeto marcara el límite moral que la define, esa línea invisible —distinta en cada persona— que uno simplemente no está dispuesto a cruzar. Ese zapato, para In, es su última frontera. Lo recoge y se va con la misma. Y cuando alcanza a Koo, no se lo entrega con ternura. Se lo lanza como quien echa sobras a un perro. Algo humillante que, paradójicamente, le devuelve la dignidad. Él está tan lastimado que no logra ponérselo, así que ella se arrodilla y lo calza. Con una acción tan pequeña, casi absurda, To plantea su idea de la amistad: ayudas a levantar el zapato del otro, para que más adelante alguien levante el tuyo. A fin de cuentas, no son promesas lo que sostienen los lazos, sino gestos que se devuelven.

 

La música en la filmografía de To merece un capítulo aparte. A menudo la emplea de forma poco sutil, a veces incluso insistente, repitiendo temas o subrayando emociones que ya están claras en la imagen. Pero funciona: no por refinada, sino porque sabe exactamente qué botones apretar. En Throw Down, por ejemplo, cuando Koo finalmente se prepara para volver al judo, basta un montaje brevísimo —apenas unos segundos de él caminando por las calles de Kowloon mientras rememora, poco a poco, sus golpes y movimientos— para lograr lo que otras películas, al estilo de Rocky, construyen en varios minutos de entrenamiento. Claro que no es solo la música: es un momento que se ha venido añejando durante toda la película. Un globo que se ha inflado, escena tras escena, hasta que por fin revienta. Desde el inicio nos hablan de él como un gran peleador, pero nunca lo hemos visto traducido a la pantalla. Y así, con ese micro montaje y la gran eficiencia de la música, nos hace levantarnos de nuestros asientos y vitorear: “¡por fin!”. We’re so fucking ready! La música, en el cine de To, es tan vital como cualquier otro elemento de su lenguaje. Incluso la edición limitada del Blu-ray de Sparrow, lanzado por el sello australiano Chameleon Films —responsable de lanzar en físico varias piezas singulares de To— incluye, como extra, un CD con el soundtrack. Recuerdo que compré la edición emocionado por ese particular material adicional, pero cuando lo recibí no pude dejar de preguntarme: ¿y qué se supone que haga con esto? No tengo ni dónde reproducirlo, porque llevo años usando solo Spotify. Imagino que eso mismo sienten muchos al ver un Blu-ray: algo que pertenece a un museo, como bien diría Indy. Y ese CD, aunque quizá nunca lo escuche, el sólo hecho de que exista dice mucho del lugar que ocupa la música en la obra del director. No hace falta reproducirlo para saber que ahí adentro hay algo esencial: un pedazo del mismo To.


En Throw Down, los personajes veneran el judo con una seriedad casi ridícula, devocional, como si pertenecieran a una secta donde esa disciplina es principio y fin. Pero To nunca los filma con ironía. Al contrario, los observa con tal convicción que terminamos respetando ese universo. Lo que para ellos es el judo, para To es el cine: es alimento y es aire; no hay otra forma de existir. Existe un concepto que ayuda a entenderlo: el jianghu. Originalmente tomado del wuxia, jianghu designa ese universo paralelo donde los espadachines vivían bajo su propio código de honor, al margen de las normas de la ciudad que lo contenía. Más tarde, el término fue retomado para hablar del cine de triadas y describir ese mismo sistema de reglas no escritas, de rituales, lealtades y códigos de honor que trascienden la lógica del resto del mundo. Pero no se trata solo de un código de conducta, sino de toda una comunidad paralela: una hermandad, una sociedad invisible, tejida por lazos de lealtad y honor, que rinde tributo a sus líderes y considera sus leyes y valores más legítimos —más verdaderos, incluso— que los impuestos por el gobierno. To crea un jianghu no sólo para los juddokas de Throw Down, sino para casi todas sus películas: desde Election y su secuela, hasta Exiled, PTU o la relación entre el negociador y el ladrón en Running Out of Time. Throw Down nace como homenaje a Sanshiro Sugata, la ópera prima de Akira Kurosawa. En una reciente visita al “closet” de Criterion, To se refirió al director japonés no solo como su mentor —como ya lo había hecho antes— sino directamente como Dios. Que esta película en particular le rinda tributo no es casual. Si bien a To se lo suele clasificar dentro del cine de acción —una etiqueta que le queda estrecha—, quizá el género que más se le aproxima sea el del western, aunque sea uno urbano que cambia el viejo oeste por jazz, edificios y luces neón. Y curiosamente, se podría decir que las primeras películas de lo que hoy llamamos “acción” fueron justamente los westerns. Ese género, tras influir en Kurosawa —quien los convirtió en relatos de samuráis—, acabó por recibir de vuelta su influencia revigorada: desde A Fistful of Dollars, el remake no autorizado de Yojimbo por el que Kurosawa tuvo que demandar a Leone, hasta The Magnificent Seven, un western no de spaghetti sino americano. En ese vaivén de referencias, To dedica Throw Down a su maestro, con una película que se construye desde su propio jianghu: un mundo con sus propios códigos, pero que dialoga —a su manera— con el género que Kurosawa ayudó a refinar.


El 3 de mayo de 1945, apenas cuatro meses antes de la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial, Kurosawa estrenó Sanshiro Sugata Part II. La película le fue encargada por Toho a un Kurosawa reticente, y el resultado fue una secuela mucho más propagandística y menos lograda que su antecesora. Incluso algunos, como Mitsuhiro Yoshimoto en su libro Kurosawa: Film Studies and Japanese Cinema, la han catalogado como un mal remake de la original. La cinta se enfoca en confrontar el judo japonés con el karate estadounidense, condensando toda su carga ideológica en una pelea que simboliza las tensiones bélicas cada vez más asfixiantes del momento. Y aunque no se trata de una comparación directa, esto me remite a un caso similar en la filmografía de Johnnie To: Election y Election 2. La primera parte gira en torno a la elección de un nuevo líder de las triadas; la segunda retoma ese mismo escenario —pero esta sin parecer una fotocopia de la primera— e incorpora un trasfondo mucho más político: una evidente alegoría de la relación entre Hong Kong y la China continental. A diferencia de Kurosawa, que entre una entrega y otra vivió la intensificación de la guerra, To filmó ambas películas después de 1997, ya bajo la repatriación oficial de Hong Kong a China —que, como se sabe, había pertenecido al Reino Unido durante 99 años tras su extirpación de su madre patria—. Distintos en contexto —uno bajo la ocupación norteamericana, el otro bajo la reintegración a China—, maestro y pupilo se enfrentaron a un cambio de reglas durante su carrera: censura, presión política, directrices ideológicas. Por supuesto, no todo fue retroceso. En Japón, por ejemplo, la ocupación trajo consigo el derecho al voto femenino, y con esto, pronto comenzaron a aparecer más películas protagonizadas por mujeres, como el caso de la primera que dirigió Kurosawa tras la derrota de Japón, No Regrets for Our Youth —donde Kurosawa condena el militarismo, apenas un año después de haber dirigido filmes con tonos propagandísticos—. Cabe aclarar que en el caso de Kurosawa ya había filmado antes, durante la guerra, una historia con protagonistas femeninas: The Most Beautiful. Por su lado, el cine de Hong Kong en el que To se había formado —moldeado durante décadas a imagen de Hollywood— de pronto quedó a merced de nuevas autoridades y nuevas tensiones. Mientras varios de sus contemporáneos —como Ringo Lam y John Woo— ya habían migrado a Hollywood, To decidió quedarse en Hong Kong y continuó trabajando en una industria llena de incertidumbre, vigilada por Beijing, con un mercado cada vez más orientado hacia la China continental. Separados por medio siglo y circunstancias opuestas, Kurosawa y To terminaron respondiendo a las tensiones nacionales de su tiempo, trazando en su cine mapas morales dentro de sistemas cerrados. Uno con samuráis y soldados; el otro con miembros de triadas, policías, ladrones… todos regidos por códigos invisibles. Esas coincidencias —que se bifurcan tanto como se reflejan— no hacen más que reforzar la intuición inicial: con Throw Down, To no quiso imitar a Kurosawa, sino hablarle desde su propio lugar, desde su propio momento.


Buscando reseñas de Throw Down, encontré la de la crítica Jeannette Catsoulis para The New York Times que decía “…the Hong Kong streets have never seemed more deserted, more forlorn or more lacking in beautiful young women”. Parece haber confundido el encuadre con un escaparate y el plano general con un catálogo de temporada; sólo le faltó quejarse de las extras que no llegaron a tiempo a su dosis de Ozempic. También escribió “…Throwdown milks its emotion from a soap-opera score and the appealingly decadent performances of Mr. Koo and Ms. Ying…”. Me intrigó saber si Catsoulis había reseñado Emilia Pérez, pero no encontré nada; una pena, porque de haberle gustado y haber celebrado el exceso como forma, nunca más podría usar “telenovelésco” como algo despectivo sin que le temblara la mano. Por su lado, el crítico David Rooney escribió para Variety: “…Film is high on style and fight scenes but lower on narrative coherence, making it unlikely to break far beyond festivals and Asian DVD distribution…”. Pareciera que se está esforzando por poner una advertencia en su encabezado, aunque para mi paladar, suena más como una irresistible invitación; hay veces que el mismo ingrediente que arruina el platillo para uno, lo eleva para el otro. Considero que Rooney acierta cuando dice: “…With no real villains on hand and no weaponry in the clashes, this is a gentler, more-character driven variation on the usual Hong Kong actioner…”. Aunque usa la palabra “variación” como si Throw Down aún tuviera que justificarse frente a un molde, en lugar de crear el suyo propio. En algo que ambos críticos coinciden es en que no encuentran el homenaje a Kurosawa. Quizá esperaban un tributo más literal, a la Tarantino: donde se citan escenas completas, incluso con títulos calcados y se roba con reverencia. Pero, como ya se dijo, To no le rinde tributo a Kurosawa con un disfraz de Sanjuro. Le dedica la película como quien dedica algo a un padre, una dedicatoria privada: no una película “inspirada en”, sino ofrecida a alguien que marcó una manera de ver. Aunque por prejuicios distintos —y por citar solo dos ejemplos donde la crítica terminó por reivindicarse—, Leone con sus spaghetti westerns y Ridley Scott con Blade Runner tardaron años en ser leídos con justicia; a Johnnie To, por lo visto, todavía no le toca. Que aún hoy haya quien se pregunte por qué no hay suficientes mujeres hermosas en cuadro dice más sobre la crítica que sobre una de las obras más personales de To.


Aunque To nunca aspiró a convertirse en director, su gusto por el cine se remonta a su infancia, cuando su padre trabajaba como conserje en un cine de Mongkok. Como niño, se colaba con él y, como no podía sentarse en una butaca, veía las funciones desde detrás de la pantalla. Cuando su padre dejó de trabajar allí, To empezó a frecuentar cines en Kowloon, donde al inicio prefirió las películas occidentales, aunque más adelante se interesó también por el cine chino, japonés y europeo. No era un buen estudiante, y contra la voluntad de su padre, abandonó la escuela. A los 17 años comenzó a trabajar como mensajero en TVB (Television Broadcasts Limited), el canal de televisión —y semillero de talentos clave en la industria de cine hongkonesa— que pertenecía a Shaw Brothers, la más grande productora de Hong Kong en ese momento. Por cierto, existen varios boxsets en Blu-ray que recopilan las películas de Shaw: los de Shout! Factory son excelentes, pero en lo personal prefiero los de Arrow, cuyo segundo volumen incluye una película del mismo To: The Bare-Footed Kid. En TVB, el actor y productor Chung King-fai le recomendó tomar clases de actuación y fue ahí donde comenzó a estudiar teoría del drama durante un año. En el trabajo, pronto fue promovido a asistente de dirección donde tuvo que colaborar con varios directores, de quienes fue aprendiendo sobre la composición y la dirección de actores. Poco después, lo nombraron productor ejecutivo y comenzó a dirigir programas de televisión. En 1979, dirigió su primer largometraje, The Enigmatic Case, una película de wuxia con la que ni la crítica ni la taquilla —y en particular el propio To— quedaron satisfechos. Pensando que necesitaba más experiencia, volvió por unos años a televisión antes de regresar al cine. Más adelante encontraría éxito comercial con películas como All About Ah-Long y The Eighth Happiness  —ambas producidas por Cinema City, una compañía que, aunque de corta vida, sirvió como plataforma para cineastas como Woo, Lam, Tsui Hark y el también actor Eric Tsang, recordado por su fenomenal interpretación del jefe criminal en Infernal Affairs—. Aún así, To estaba frustrado: sentía que esas no eran realmente sus películas, que trabajaba para complacer a las audiencias y a las estrellas que las protagonizaban. En 1994 decidió tomarse un año sabático para replantearse su carrera. Y en 1995, regresó recargado para dirigir Loving You, que él mismo ha descrito como la primera película que realmente puede considerarse "una película de Johnnie To". Aquí comienza a hacerse evidente la libertad con la que el director aborda los géneros: en este caso, una mezcla poco ortodoxa de policiaco y melodrama. Loving You, producida por Cosmopolitan Film Productions —filial de Shaw Brothers— y lejos de ser perfecta, ofrece ya una buena probada del estilo que To desarrollaría en los años subsecuentes. La secuencia inicial quizá sea la más sólida de toda esta pieza: una operación policial se viene abajo cuando el antagonista descubre el micrófono oculto y, para colmo, la señal de los radios se ve interferida por un niño que juega cerca con un carrito de control remoto. La tensión escala con el asesinato de la agente encubierta, un momento salvaje en la que el criminal introduce el cañón del arma en una botella de plástico —¿para amortiguar el sonido o para no mancharse de sangre?— e inesperadamente le dispara en la cabeza. Dinero flotando en el aire, duelos de miradas que establecen ese juego del gato y el ratón, música que se desborda —incluyendo la canción To Love Somebody de los Bee Gees—, hospitales, y una entretenida persecución en un elevador dentro del mismo edificio de la TVB donde To trabajó años atrás, son todas pinceladas de la mano del director, que va esbozando el trazo singular de la cinta. En algunas escenas ya es palpable esa atención al detalle que comunica visualmente, sin necesidad de diálogo, el estado emocional del personaje, como cuando la esposa del protagonista le anuncia que va a dejarlo, pero por más que lo intenta no logra quitarse el anillo que se le ha quedado atorado en el dedo. O bien, la divertida conclusión, en la que el protagonista, convencido de que es el suyo, recoge a un bebé de los cuneros del hospital y lo arrulla con dulzura… hasta que voltea y ve a su esposa cargando a otro niño en brazos. Sin inmutarse, devuelve al bebé equivocado.


Al año siguiente, en 1996, To fundó junto con su socio Wai Ka-Fai su propia productora: Milkyway Image. El objetivo era claro: alejarse del cine formuláico y comercial que dominaba el panorama hongkonés tras la transición, y construir un espacio creativo donde pudieran experimentar y filmar las historias que realmente quería contar. Entre las primeras obras de la recién fundada Milkyway, tengo que mencionar The Mission. Rodada sin guion y en apenas unos días, terminó convirtiéndose en una de las piezas más icónicas de To. La película abre con un montaje algo torpe en el que se nos presentan los cinco matones protagonistas en actividades cotidianas, alejadas del mundo de las triadas. El propósito es claro: definirlos más allá del estereotipo, humanizarlos. Así, los vemos uno tras otro en situaciones triviales: uno sigue frenéticamente los pasos de una máquina de baile en un arcade, otro seca el cabello de una clienta en una estética, otro más le consigue un taxi a un acaudalado cliente rodeado de mujeres, mientras un cuarto discute con policías en un bar. El problema no es el montaje en sí, sino su ubicación: inmediatamente después la película se desplaza hacia otros personajes y hacia la amenaza que detonará la historia, dejando en pausa a los cinco protagonistas que no reaparecen sino hasta bastante después. Quizá habría funcionado mejor presentar primero el atentado contra el jefe mafioso y, una vez planteada la necesidad de nuevos escoltas, introducir —con ese mismo montaje— a los matones que serán convocados. Esa humanización, sin embargo, brilla más en las pequeñas escenas características del director, como aquella en la que los cinco esperan fuera de una oficina mientras su jefe está en junta, y, sin mediar palabra, se pasan una bolita de papel con los pies, como si fueran niños aguardando en silencio frente a la oficina del director. En términos estructurales, la cinta contiene ese espíritu libre tan propio de To: lo que parece ser la trama principal concluye al final del segundo acto. Y cuando ya todo indica que la historia ha terminado, emerge una nueva problemática, con matices y contradicciones distintas. Y es justo hasta la escena final, con los cinco sentados alrededor de una mesa redonda, cuando el verdadero tema de la película hace click y nosotros, la audiencia, exclamamos en silencio: “ah... de esto se trataba realmente”. Desde el instante en que esos cinco personajes coinciden, el tema está latente, pero las tensiones externas y el peligro inminente lo disimulan con maestría, relegándolo al subtexto donde To esconde sus verdaderas intenciones. Por su parte, las escenas de acción son ejecutadas con cámara fija, y aunque To ha dicho que buscaba generar dinamismo a través del movimiento dentro y hacia el encuadre —y no con el de la cámara misma—, sospecho que también influyeron los límites de tiempo y presupuesto. Pero que no se malentienda: el resultado funciona, y de hecho, resulta mucho más interesante que una coreografía más vistosa. Desafortunadamente, The Mission no cuenta con una edición accesible en formato físico ni digital. Tengo entendido que hay problemas con el negativo original. Ojalá pronto podamos tener una restauración de calidad, y no depender únicamente de la versión de mala calidad —y probablemente ilegal— que circula en YouTube.


A finales de los ochenta y principios de los noventa, hubo un boom de películas de acción hongkonesas y una alta demanda en el extranjero. Pero cuando los cineastas que habían sido responsables de ese auge —como Ringo Lam, John Woo e incluso Tsui Hark— migraron a Hollywood, se creó un vacío en la industria local que eventualmente To terminó llenando. A diferencia de ellos, que se fueron a filmar con estrellas internacionales, To se quedó en Hong Kong, y lo más cerca que estuvo de ese tipo de colaboración fue cuando importó a una de esas estrellas extranjeras —aunque Ringo Lam ya había trabajado con actores foráneos en Undeclared War, ninguno era una superestrella; y para lograrlo, él fue quien tuvo que emigrar para poder filmar con actores como Van Damme—. To hizo lo opuesto: trajo a Johnny Hallyday a las calles de Kowloon para protagonizar Vengeance, mientras lo rodeaba con su cast habitual —el mismo que había usado en The Mission y Exiled—, haciendo que la película se sintiera como un episodio de Saturday Night Live, donde el host invitado entra al universo de la troupe habitual que sostiene el show semana tras semana. To nunca adaptó su cine al invitado, sino que lo integró como parte de su mundo. Es curioso que se haya comparado el trabajo de To con el de Melville, y pareciera responder a una afinidad deliberada: originalmente, To quería que ese papel lo interpretara Alain Delon. Y justamente, fue el mismo Delon quien sugirió a Hallyday.


Aunque Throw Down sigue siendo mi favorita —y también la del propio To—, creo que su magnum opus es, sin lugar a dudas, Election. Es la película que mejor equilibra los elementos característicos de su cine sin que su mano se sienta pesada. Tiene un final seco, orgánico, que no necesita forzar un desenlace feliz, incluir una broma final, ni aligerar el tono; sin tampoco caer en lo melodramático. Quizá por eso sea la más reverenciada de su filmografía —también conviene recordar que Election se estrenó en competencia en el Festival de Cannes en 2005, y que su secuela fue proyectada fuera de competencia en la edición del año siguiente—. Sin embargo, si tuviera que destacar otra que me parece fundamental para adentrarse en su obra, sería PTU, acrónimo de Police Tactical Unit. La trama gira en torno a un sargento del escuadrón antitriadas —interpretado por Lam Suet— que, tras resbalar y ser golpeado por unos pandilleros, queda brevemente inconsciente. Al despertar, descubre que le han robado su revólver reglamentario. Temiendo que la pérdida afecte su historial y frustre su ascenso, le pide al sargento de la unidad táctica —interpretado por Simon Yam— que le conceda el resto de la noche antes de tener que reportarla oficialmente. Yam acepta, y no solo eso: se involucra activamente en la búsqueda de la pistola. Como es característico en el cine de To, el honor dentro del grupo pesa más que cualquier normativa institucional. Aunque el reglamento exige reportar el extravío de un arma de inmediato, aquí la lealtad interna se impone. Incluso algunos miembros del escuadrón de Yam muestran reservas, pero terminan por secundar la decisión de su superior. A lo largo de la noche, la investigación se vuelve cada vez más sombría: Yam, desesperado, recurre a métodos cada vez más cuestionables para obtener información. La tensión se acumula, pero ninguno de sus subordinados cruza la línea que marcaría la traición. Todos siguen firmes, no por obediencia ciega, sino por ese código tácito que se impone al procedimiento.

 

Michael Ingham, en su libro Johnnie To Kei-fung’s PTU, dice que la película muestra “… the portrayal of the cop whose strategies are based on the amoral belief in the ends justifying the means”. Sin embargo, esa interpretación generalizada da la impresión de que se trata de agentes que infringen la ley por una obsesión con la justicia o una causa mayor o una ética de resultados. Como en otras películas, tanto de Hollywood como de Hong Kong, donde el detective infringe la ley para encontrar a un asesino o resolver un misterio que se ha convertido en su cruz. Aquí no hay una búsqueda pasional de justicia. Lo que motiva al personaje de Yam está profundamente arraigado en la jerarquía de códigos internos y lealtades dentro del grupo. Pienso que si se tratara de otro caso —el de un civil, por ejemplo— los personajes no se moverían con la misma ferocidad, ni estarían dispuestos a llevar los límites al extremo. Cruzan la línea porque se trata del arma de un compañero, de alguien que pertenece al jianghu, no por un ideal de justicia, ni por la convicción de que el fin justifica los medios. Cabe señalar que unas líneas más adelante Ingham sí menciona la noción de jianghu, pero incluso si asumimos que ese “fin” al que alude es el propio código interno, tampoco se sostiene: los personajes no necesitan justificar las prioridades de ese mundo paralelo. En el universo de To, esa jerarquía de valores actúa como brújula moral; contada desde otro lente, el eje de justicia tal vez se trazaría en otro punto. Ya en Loving You veíamos algo similar: un compañero policía le pide al protagonista que libere a su sobrino, detenido por un cargo menor. El protagonista no solo se niega, sino que informa la solicitud a su superior. En una película de Hollywood, este gesto se leería como una muestra de integridad, casi heroica: un agente recto que no se desvía del deber —como Ethan Hawke manteniéndose firme ante Denzel Washington, o el Gordon de Gary Oldman ante el Flass de Mark Boone Junior—. Pero en Loving You, la mirada es otra. La acción se percibe como una traición: no al reglamento, sino a la confianza entre colegas. En ese universo —ese jianghu policial—, la lealtad entre compañeros vale más que el cumplimiento literal de la ley. Más adelante, incluso, el protagonista intentará redimirse entregándole su cheque de compensación al excompañero que perdió su trabajo por su culpa. PTU vuelve una y otra vez sobre esos dilemas, no solo explorando sus matices, sino convirtiéndolos en atmósfera. Y el espectador no recibe un juicio; lo que se transmite es el peso de decisiones que se espesan.


El tiempo narrativo de PTU transcurre a lo largo de una noche. Aunque To ya había trabajado con ese formato, aquí la compresión temporal potencia con precisión la tensión de la carrera contra reloj. La columna vertebral no es un arco individual, sino la dinámica del grupo. Algo similar había intentado en Lifeline, donde el foco también recaía sobre un equipo —en ese caso, de bomberos—, pero con una diferencia clave: ahí, cada personaje es seguido fuera del trabajo, en escenas que buscan dotarlos de individualidad al exponer aspectos de su vida cotidiana. Es un intento por equilibrar lo colectivo con lo íntimo, como si la película sintiera la necesidad de completar a sus personajes a través de momentos personales. En PTU, en cambio, no hay esa desintegración. To no pretende hacer un “estudio de personaje”, no le interesa proporcionarnos una ficha biográfica de cada uno de los miembros; lo que se propone es hacernos pasar una noche con un grupo de personas y dejar que descubramos su verdadero carácter al ver cómo se comportan cuando la situación se complica. Para algunos eso puede sonar a falta de desarrollo. Pero sería irreal esperar conocer a alguien del todo en el marco de una sola noche. To observa así a sus personajes, sin diseccionarlos, dejando que lo que ocurre, y la presión a la que los somete, los revele en el acto. Dentro del grupo destaca una figura femenina, una sargento del escuadrón. En Lifeline, To había incluido un personaje afín —también una mujer en una estructura jerárquica dominada por hombres—, pero allí parecía apoyarse en un conflicto externo para construir su dimensión: la decisión de no tener hijos para enfocarse en su carrera. En PTU, este enfoque se abandona. No necesita estar marcado por una problemática de maternidad para adquirir fuerza o legitimidad. Su presencia pesa por cómo actúa, por cómo ocupa su lugar dentro del grupo, por cómo responde. No es un rol decorativo ni necesita “humanizarse” con un tema externo. Ya es parte activa del mecanismo, con autoridad, con voz, con presencia real. Incluso cuando este personaje se oponga a los códigos internos del grupo, como si operara fuera del jianghu, aferrada a una lógica institucional externa, su desenlace sugiere otra cosa. Dispara dos veces para cubrir su honor, como si en ese acto seco reconociera el valor del código interno y, al mismo tiempo, recibiera la bienvenida tácita al círculo al que tanto se había resistido. Y eso —en un cine, especialmente en el de To, donde muchas veces lo femenino queda desplazado o atrapado en estereotipos funcionales— tiene un valor particular.


Anteriormente mencioné que el género con el que más encaja el cine de To es el del western, sin embargo, resultaría profundamente reductorio encasillarlo bajo esa única etiqueta, dada la amplitud y variedad de su filmografía: comedias románticas, comedias disparatadas —las llamadas screwball comedies—, dramas románticos, thrillers policíacos, películas de triadas, de ladrones, de bomberos, de médicos, musicales, wuxia… e incluso cintas con una espiritualidad religiosa, como Running on Karma. En una entrevista con el académico Stephen Teo —autor de uno de los estudios más meticulosos sobre su obra—, Teo le pregunta cómo clasificaría él mismo All About Ah-Long, sugiriéndole que es una película que parece de acción, huele a melodrama y sabe a aventura. Teo insiste en conocer su postura sobre el concepto de género, a lo que To responde con otra pregunta, que bien podría zanjar cualquier intento de embutir su cine en una categoría preempacada: “First of all, what do you mean by genre?” Cuando el académico persiste, To lo deja aún más claro: “I myself don’t like to demarcate my films into whatever genre. Genre is something that people like to categorize…” Y remata, por si aún le quedaban dudas: “Whatever genre it is isn’t important to me...”. Es justamente ese desinterés por encajar lo que otorga tanta frescura a su cine. Esa libertad es también una forma de honestidad: To no escribe para satisfacer un mercado ni para seguir los dictados de un molde narrativo, ni para cumplir con los beats de una plantilla. Sus historias se despliegan al ritmo que exige la transformación interna de sus personajes. Por eso, a menudo, comienzan siendo una cosa y terminan siendo otra —aunque no siempre acierta con la misma puntería—. Exiled, por ejemplo, arranca como una película de mafiosos y pronto se convierte en una elegía coreografiada sobre la amistad, la traición y la muerte —tonos muy similares a The Mission—. Y no me refiero simplemente a combinar géneros —una película de gangsters con toques de comedia, o una historia romántica disfrazada de thriller—. Ese tipo de hibridación lleva décadas siendo una herramienta común en Hollywood, muchas veces utilizada para refrescar fórmulas gastadas. Lo que hace To es más complejo y menos predecible: en lugar de enriquecer sus películas a partir de los atributos convencionales de un género, adapta el género mismo a la lógica interna de sus personajes y de la historia que está contando. Incluso para académicos tan rigurosos como Teo, organizar su filmografía es como intentar vaciar el mar con una cubeta. Aún así, lo intenta —dividiéndola en tres categorías—, aunque desde mi perspectiva, esas fronteras resultan porosas: las películas se cruzan, se contaminan entre sí, y escapan con facilidad de cualquier intento de clasificación —algo que el propio Teo reconoce—. El cine de To no se resiste a ser etiquetado por capricho, sino porque su centro de gravedad no está en el género, sino en la humanidad contradictoria de los mundos que construye.


El año pasado visité Hong Kong y, por supuesto, una de mis paradas obligadas fue la Avenida de las Estrellas: ese paseo entre museos, centros comerciales y el Victoria Harbour, donde se rinde tributo a las figuras más emblemáticas del cine hongkonés y chino. Al llegar, me encontré con lo que ya sabía de antemano: la “estrella” de Johnnie To no estaba por ningún lado. En realidad, no se trata de estrellas incrustadas en el suelo —como en el Paseo de la Fama de Los Ángeles—, sino de placas de metal montadas sobre un barandal. Varios de los homenajeados han estampado allí sus manos —o sus firmas—, y, dando un paso más allá que los norteamericanos, han añadido códigos QR junto a cada nombre, que permiten acceder a sus biografías y fragmentos de sus películas. Incluso algunas estatuas cuentan con tecnología de realidad aumentada que permite interactuar con ellas. Aún así, la ausencia de To fue igual de decepcionante.  Desconozco si desde su reapertura en 2019 el recorrido ha seguido actualizándose, pero me parece urgente —y no por vanidad— que el cineasta que algunos han llamado el Jerry Bruckheimer de Hong Kong reciba su debido reconocimiento. Es importante, sin embargo, dejar claro que no pretendo enaltecer a To como el cineasta icónico de Hong Kong. Ese lugar, por defecto y con justa razón, le pertenece a Wong Kar-wai, quien afortunadamente ya ha sido legitimado por instituciones, listas y encuestas internacionales —y, claro, por la Avenida de las Estrellas—. Basta con revisar la más reciente lista de las mejores películas de todos los tiempos, elaborada por Sight and Sound —publicación de la British Film Institute que se actualiza cada década— para constatarlo: In the Mood for Love ocupa el impresionante quinto lugar, mientras que Chungking Express figura en la posición 88; según la votación de los críticos. En el sondeo paralelo realizado entre directores, In the Mood for Love aparece nuevamente, aquí en el noveno lugar. Es decir, Wong Kar-wai ya ha encontrado su sitio, no sólo en la historia del cine hongkonés, sino en la historia del cine mundial.


En cuanto al legado de To, no hay para adonde hacerse: su carrera ha sido muy irregular. Y no me refiero a esos altibajos aislados que suelen presentarse en directores con filmografías extensas, especialmente aquellos que han trabajado en múltiples géneros, como Steven Spielberg con 1941 o Kingdom of the Crystal Skull, o Ang Lee con Hulk o Gemini Man: tropiezos puntuales dentro de trayectorias mayormente consistentes. Lo de To es distinto. Sus baches no aparecen de manera esporádica, sino en bloques enteros. Buena parte de su obra inicial —antes de encontrar su voz— resulta fácil de olvidar. Y aunque la creación de Milkyway marcó un viraje claro en su cine, incluso en esa etapa más madura hay títulos menores —Stephen Teo ha explorado con mayor detenimiento esta irregularidad al describir a To como un autor “desigual”, aunque su enfoque se centra en distinguir entre sus películas comerciales y aquellas que pueden considerarse de auteur. Esa no es la distinción que hago aquí: no desprecio una película por ser de estudio ni celebro otra sólo por ser personal, sino por si funciona en sus propios términos. Teo también apunta que ciertas obras de To resultan desiguales incluso dentro de sí mismas, como Running on Karma, donde Andy Lau es embutido en un cuerpo prostético descomunal—. Sin embargo, a pesar de los tropiezos, cuando se observa la filmografía de To como un cuerpo completo, se revela el trayecto de un director cuyos logros no pueden subestimarse: ha contribuido significativamente a la evolución de géneros populares en Hong Kong y ha desarrollado una forma singular de retratar el mundo, con un estilo narrativo y visual de identidad propia. No formó parte de la llamada Hong Kong New Wave de los años ochenta. En ese periodo, directores como Tsui Hark o Ann Hui comenzaron a desafiar los moldes industriales del cine local, al frente de un renacimiento cinematográfico impulsado por una generación inconforme, decidida a renovar el lenguaje fílmico y reconectar el cine con el pulso de la ciudad, con una sensibilidad más moderna e internacional. To, por su lado, seguía trabajando en televisión, aún ajeno a esa renovación fílmica. Tampoco se integró a la segunda “ola”, porque cuando volvió al cine, lo hizo con películas como All About Ah-Long, sólidas y exitosas, pero ajenas a ese espíritu de ruptura, sin la firma autoral que los críticos celebraban en otros. Quizá por eso —y por la propia irregularidad de su obra— su nombre no se eleva con la misma frecuencia dentro del canon. Pero lo cierto es que, aún sin haber encabezado ninguna “ola”, To levantó una marea propia.


Como suele ocurrir cuando se aborda la obra de un director, surgen distintas opiniones sobre por dónde empezar. Los puristas sugerirán seguir el orden cronológico de estreno; otros preferirán ir directo a “las imprescindibles” o agrupar las películas por temas. Sagas como Star Wars han generado guerras civiles entre fans solo por el orden de visionado. A mí me gustaría proponer una guía distinta, una programación pensada para quien se asoma por primera vez a la filmografía de Johnnie To. No pretende ser un canon ni un compendio de “sus mejores obras”, sino más bien la ruta que me habría gustado que alguien me ofreciera cuando descubrí su cine por primera vez. Y como fue Criterion quien me abrió esa puerta, me tomo la libertad de robarles el recurso que usaron en su boxset de Ingmar Bergman, donde organizaban su filmografía como si se tratara de un festival de cine. Bajo ese mismo espíritu, propongo el siguiente recorrido para adentrarse, por primera vez, en el universo de To:


Miércoles:

·      Gala de Apertura: PTU

Una y otra vez, los personajes se preguntan: Who are you? Si le hiciéramos la misma pregunta al director, ninguna respuesta sería tan contundente como esta película. La noche perfecta para dejar que la ciudad hable. Policías, triadas, códigos morales, arcades de videojuegos, jaulas humanas, Mexican standoffs, acción en cámara lenta… Johnnie To.


Jueves:

·      Función matinal: Breaking News

Arranca con un plano secuencia que atrapa desde el primer movimiento. Una crítica mordaz al espectáculo mediático, orquestada con una puesta en escena que estalla con cada paso.

·      Función doble a la Grindhouse: The Mission + ExiledLa sala huele a pólvora. Robert Rodriguez y Quentin Tarantino estarían satisfechos. —Y por favor, que al cácaro no se le olvide meter un show de trailers vintage entre cada película—. Dos piezas hermanas que parecen hablarse al oído: mismos actores, mismos códigos de honor, misma cadencia melancólica. Dos balas que salieron de la misma pistola.


Viernes:

·      Función matinal: Running Out of TimeUn duelo de ingenios, entre ladrón y policía. Un thriller con corazón que no se limita a correr: juega, seduce y respira. Tiene, además, probablemente el mejor score musical de toda la filmografía de To. Aquí, el tiempo no solo es un enemigo, también es una promesa.

·      Noche de elecciones: Election + Election 2Función de gala y homenaje al director. Un estudio profundo sobre la anatomía del poder y la tradición dentro de las tríadas. Son la respuesta de To a Coppola: sin violines, sin romanticismo, solo el peso brutal de la sucesión. Su duología más sobria. Su obra más reverenciada.


Sábado:

·      Primera función: LifelineFuego, sudor y sirenas. Un saludo a los héroes cotidianos con una historia que en otras manos sería puro espectáculo, pero que aquí respira algo más: pasión por el oficio, espíritu de equipo, sacrificio y sentido de comunidad.      

·      Función de tarde: Romancing in Thin Air

Una carta de amor al melodrama romántico, escrita desde una cabaña nevada. Un tratado sobre el duelo, la intimidad y el anhelo. Una respiración distinta dentro de este recorrido, que muestra otra de las muchas caras de Johnnie To.

·      Proyección central: Throw DownUna oda al judo, a la redención, al cine de Kurosawa y a los fracasados que siguen luchando. Aquí se bebe y se pelea, envueltos en una bruma de jazz.


Domingo:

·      Función matinal: Running on KarmaUn exmonje musculoso con el don de ver el karma ajeno. Una película que entrelaza acción, filosofía y culpa, en uno de los saltos de fe más arriesgados del director.

·      Tarde de mentes rotas: Mad DetectiveUn detective que ve más allá de las apariencias y que se guía por corazonadas, no por lógica. Thriller policial que se convierte en rompecabezas psicológico, donde cada reflejo oculta una verdad. Un descenso brillante al fondo de la psique, en una de sus colaboraciones más audaces con Wai Ka-Fai.

·      Función de clausura: Drug WarSeca. Implacable. Sin adornos. La ley y el crimen chocan como trenes en la noche, y nadie sale limpio. No hay redención, no hay consuelo. Un cierre brutal que deja al espectador reflexionando sobre la moralidad, la traición … y un aftertaste en la boca del mejor cine de To. Sin anestesia y directo al sistema nervioso. Como si Melville hubiera cargado sus balas con pólvora hongkonesa y apretado el gatillo con el pulso narrativo de Milkyway.


Soy consciente de que estoy dejando fuera varias obras esenciales: Three, A Hero Never Dies, Running Out of Time 2, Fulltime Killer, Life Without Principle, Sparrow, Vengeance… incluso consideré títulos como Office o The Mad Monk, que habrían añadido matices insólitos al programa. Pero como el propósito de este ciclo es ofrecer una primera probada al universo de To, prefiero dejar la puerta entreabierta para quienes, al terminar este recorrido, sigan con hambre y quieran servirse una rebanada más generosa del pastel. Con un poco de suerte, este texto será esa entrada para alguien más, una que conduce a un cine imposible de abandonar.


Quedarían pendientes tantos temas: su troupe de guionistas, que muchas veces escribía y reescribía durante el rodaje; la otra productora de la que formó parte, One Hundred Years of Film; su labor como productor, donde más de una vez ejerció como director fantasma, antes de reapropiarse del crédito en entrevistas posteriores; su cast recurrente; sus encuadres y manejo de cámara; su paleta de colores; o incluso detalles más específicos, como el uso de los espejos en Mad Detective. Pero, como en sus propias películas, conviene dejar en la penumbra aquello que no se dice, pero se intuye. Lo cierto es que Johnnie To, contra todo pronóstico y sin alardes, construyó una obra que no solo transformó el cine de género desde dentro, sino que elevó las coordenadas éticas de lo que puede ser una película de acción. A pesar de los altibajos —debido en parte a una carrera que intercaló el cine comercial con el “experimental”, como él mismo lo llama—, cuando se observa su filmografía en conjunto, emerge una voz inconfundible. Hollywood nos enseñó que el primer sello de un autor aparece en el crédito “Written and Directed by”; To lo aplicó a su manera: “Produced and Directed by”. Aunque no formó parte del Hong Kong New Wave, sus aportaciones al cine de la ciudad son incuestionables. Hay un viraje en su apreciación que ya comienza a traducirse en señales concretas: como el libro de Michael Ingham sobre PTU, que forma parte de la colección The New Hong Kong Cinema. Este compendio de libros no alude ya a una ola, sino a un nuevo cine; que incluye no solo a los directores clásicos del New Wave, como Hui y Hark, sino también a otras figuras clave en el cine posterior, como Andrew Lau, Alan Mak, y por supuesto To. Porque… [Tema musical de Running Out of Time FADES IN]: no hace falta tener una estrella en el paseo de la fama para dejar huella. A veces, basta con saber cuándo cortar a negro… o a un comercial de navajas de rasurar.



Por Oscar Rodríguez Górriz

Junio 2025

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